MARTA Y LOS TATUAJES Capítulo 6

MARTA Y LOS TATUAJES Capítulo 6

Hoy he vuelto a las andadas. Llevaba seis días conteniéndome, siguiendo los consejos de Prudencio, tomando nota a diario de cómo evolucionaban mis emociones, intentando comprender las actuaciones de los demás, pero hoy ha saltado la liebre. 

Mi hija Marina ha conseguido hacerme perder los papeles. Tiene 15 años y es una adolescente rebelde. Hoy no se le ha ocurrido nada mejor que pedirme una autorización para tatuarse. ¿Un tatuaje?, ¿y me pide que la autorice algo que me provoca arcadas? 

No soporto los tatuajes y a quien se tatúa. Me produce el más profundo de los rechazos, y mi hija pretende que yo la autorice, para que luego tenga que soportar tenerla que ver a diario con algo que lo más profundo de mi alma rechaza. ¡Ni hablar! 

El encontronazo ha sido monumental; ante mi negativa a autorizarla, mi hija me chantajea con tatuarse todo el cuerpo, incluso la cara, en cuanto sea mayor de edad. Le he dejado bien claro que si en algún momento se le ocurre tatuarse algo, por pequeño que sea, se olvide de compartir casa conmigo. 

Cambio la cerradura y le pongo sus trapos en la puerta. Ante la contundencia de mi rechazo, mi hija ha sufrido un ataque de ansiedad. He tenido que llevarla a urgencias y avisar a su padre. 

Estamos divorciados y nunca hemos compartido un modelo sobre cómo educar a nuestros hijos. He tenido siempre claro que los padres no podemos ser unos «colegas» para ellos. Mi ex pareja considera que mi modelo formativo está desfasado. ¡El que está desfasado es él!, que ha conseguido malograr la educación de Marina.

El encuentro, o mejor dicho, el desencuentro con mi exmarido ha sido tenso, por decir algo suave. Me ha culpado del ataque de ansiedad de Marina. Me ha acusado de ser una madre desalmada. Que cómo se me ocurre amenazarla con ponerla de patitas en la calle. No me he quedado corta en la respuesta a sus acusaciones y el enfrentamiento ha llamado la atención del personal médico, que ha avisado a seguridad para que nos condujeran fuera de las instalaciones hospitalarias. 

¡El espectáculo ha sido bochornoso! Marina ha pasado la noche hospitalizada y su padre y yo acompañándola. Esta mañana le han dado el alta, tendrá que seguir un tratamiento con ansiolíticos y nos han recomendado que acudamos a un psicólogo si no queremos que el ataque de ansiedad de Marina se transforme en algo crónico. 

Son las 10 y a las 11 tengo cita con Prudencio. Mi hija se va a vivir con su padre mientras se “desinflama” nuestra relación. Me dirijo sin más demora a la consulta. Necesito a alguien que me ayude a reducir el profundo malestar en el que me estoy sumergida.

Acabo de salir del consultorio de Prudencio y me encuentro aliviada. Cuando llegué era un manojo de nervios. Ha sido el día más angustioso que he vivido. 

No he conseguido verbalizar ni una palabra. He llorado y el llanto me ha ayudado a desescalar la frustración y la ira que me estaban llevando por el camino de la amargura; he estado a un paso de ser ingresada como Marina. 

La consulta no ha sido todo lo productiva que hubiera querido, pero me ha ayudado a alejarme del bucle de pensamientos parásitos que me bloqueaba. Prudencio, a través de preguntas miradas, me ha hecho notar que mi actitud cuando era adolescente con mi padre, no era muy distinta de la de mi hija hacia mí. 

Ambas discutimos con nuestro progenitor sobre su derecho a fijar cómo tiene que ser la vida, que podemos y que tenemos que dejar de hacer. Ambas nos rebelamos a su autoridad. Consideramos que somos seres con la suficiente autonomía y madurez para conducir nuestras vidas según consideremos oportuno. 

No entiendo por qué he conseguido educar a mi hijo como «dios manda» y con mi hija me siento como una «mala madre»; como una madre que ha fracasado en su faceta educadora. 

Prudencio me ha hecho notar que lo que yo siento ser una derrota no lo es. Cada uno de nosotros venimos al mundo con características distintas los unos de los otros. 

Mi primogénito es menos impulsivo, más propenso a no contradecirme para evitar un enfrentamiento, y mi hija es todo lo contrario. No acepta ninguna imposición. 

Me recomienda que en mi cuaderno de notas reflexione a propósito de cómo era el vínculo con mi padre y sobre mi relación con mi entorno. Con dedicación y con tiempo es muy probable que llegue a la conclusión de que no existen muchas diferencias entre el comportamiento de Marina conmigo y el mío con mi padre y con mi entorno. 

Estoy empezando a conocerme, a entender por qué siento la sensación de no haber sido nunca feliz. Entiendo que tengo que hacer cambios en mi vida, pero luego, cuando una situación no se adapta a aquello que considero justo, las emociones me desbordan. 

Sé lo que tengo que hacer, sé el porqué la emotividad me supera; lo que no consigo es alzar un dique que lo evite. Prudencio dice que lo que no puedo pretender es cambiar de un día para otro, porque mi forma de actuar es fruto de mis genes, y también de las circunstancias de la vida. 

La genética no la voy a poder cambiar, pero mi manera de enfocar mi contexto sí. Por lo tanto, despacito y buena letra.

Son las 3 de la mañana y aún no me he dormido. Los lexatines no me han hecho ni cosquillas. Los consumos muy de vez en cuando, y confiaba que dos hubieran sido más que suficientes para descansar. 

No sufro de insomnio, incluso al enfrentarme a situaciones conflictivas, pero con lo de mi hija me parece que me he pasado de castaño oscuro. El desgarro emocional por el que estoy transitando me hace dudar sobre el sentido de la vida. Necesito salir de la pesadilla. 

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