He pasado la noche en blanco y me siento como si un hierro candente me atravesara el pecho y la garganta. Son las siete de la mañana; hora para ir a trabajar. El trabajo…sólo pensar en él me hunde en la más profunda miseria. Me incorporé a la empresa con la mayor de las ilusiones.
Después de años con contratos temporales, por fin, consigo un contrato fijo con un buen sueldo. Finalmente, después de años viviendo de alquiler, con la incertidumbre de cuánto me lo subirían, podría contratar una hipoteca. Se acabaron los sobresaltos.
Cuando empecé a trabajar tenía asumido que era un empleo de responsabilidad, que requería que diera lo mejor de mí mismo. De lo que la empresa no me avisó es que para desarrollarlo tenía que dedicarle 70 horas semanales, incluidos los fines de semana.
Al principio no me pesaron, el entusiasmo del recién llegado me ayudó. Era la época del año con mayor carga de trabajo y confiaba que fuese algo temporal y pudiese volver a disfrutar de tiempo para estar con mis hijos y mi mujer.
Pero, las jornadas maratonianas de trabajo estaban lejos de ser temporales. Esta Nochebuena incluso me tuve que levantar de la mesa y acudir a la empresa para resolver un problema. Al parecer, era el único a quien podían llamar.
Estoy atrapado por un trabajo al que no puedo renunciar y vivo con una angustia que jamás había tenido. Esta noche la he pasado en blanco, pero las otras no son muy distintas. En el mejor de los casos me despierto 3 o 4 veces, a menudo con pesadillas.
Cuando me levanto me siento agotado, sin fuerzas para incorporarme al trabajo. Llevo dos años sin descansar a pierna suelta. He sido siempre de buen dormir; como todos, he tenido mis preocupaciones, pero éstas nunca han afectado a la calidad de mi sueño.
Dormir poco es mi mayor problema, aunque no el único. Sufro de una dermatitis que el dermatólogo considera que es psicosomática, que traducida al cristiano significa que el responsable es el estrés.
El cachondo me aconseja que me relaje. ¡Qué me relaje! Ya lo quisiera ver yo en mi situación. Y el ambiente en casa es de lo «ni os cuento». Mi permanente estado de agitación está afectando a mi relación con mi esposa.
Tengo la suerte de que María, mi mujer, es muy conciliadora. Desde un principio entendió que mis continuos estados de agitación estaban provocados por los infernales ritmos de trabajo y sus exigencias, pero todo tiene un límite.
Mis neuras se le están contagiando. No hay día sin bronca, por cosas que no revisten la menor importancia. Y no solamente a mi mujer. Ayer me llamaron del colegio para que me personara.
Me preguntaron si estaba pasando algo en casa, porque mi hijo (un buen niño, según el colegio) le había pegado a un compañero partiéndole el labio. Y en estas me encuentro. Este ansiado empleo está destruyendo la serenidad de mi familia.
Acabo de empezar el trabajo y mi jefe me pregunta si he terminado la tarea que me había asignado a través de un correo electrónico anoche a las 23. ¿Qué pretendía, que aprovechara el insomnio para completarla?
Esto que acabo de contaros os puede parecer una anécdota, pero no lo es. En esta empresa eso de «el trabajo lo quiero acabado para ayer», no se exige en sentido figurado; debo imaginarme qué tarea me van a asignar para que cuando me la pidan la tenga acabada.
Cumplir con esta exigencia requiere que mi mente esté exclusivamente centrada en el trabajo. Se acabaron los momentos de asueto después del trabajo con mi mujer y mis hijos. Se me ha olvidado eso de acompañar a mis hijos a alguna actividad extraescolar, ver una serie con mi mujer o hacer una excursión un fin de semana todos juntos.
Este trabajo que no me concede ni una pausa ni siquiera para pensar, está acabando con mi cerebro hecho papillas. Cada día que pasa me cuesta más concentrarme y la apatía se está apoderando de mí.
Soy consciente de que soy menos productivo trabajando respecto a cuando empecé en la empresa; pero no es debido a la dejadez, todo lo contrario.
Intento poner todo de mi parte para seguir los ritmos desaforados de este trabajo, pero hay algo en mí que me está aconsejando ¡Basta Ya! Y hay otra que me sugieree ¡Aguanta! Y por el momento sigo soportando.
La semana que viene es la primera comunión de mi hija y mucho me temo que no voy a poder asistir a la ceremonia. El trabajo me desborda porque no me queda más remedio que seguir con mis obligaciones en casa los fines de semana para cumplir con los objetivos que me ha marcado la empresa.
La situación está acabando conmigo, con mi salud (me han diagnosticado taquicardia), y con mi matrimonio. Después de la última bronca por no participar en la organización de la comunión de mi hija, mi mujer me ha dejado claro que no aguanta más seguir viviendo en este continuo estado de tensión.
Me ha propuesto que acudamos a un educador emocional para que nos ayude a reflexionar sobre nuestra relación y mi trabajo. Me han entrado escalofríos, me ha sonado a «o cambias o te doy el pasaporte».
No entiendo muy bien en que nos pueda ayudar este señor. Los problemas han comenzado cuando he empezado a trabajar en esta empresa. Lo único que me puede sugerir es «deja ese trabajo, te va a matar.»
¿Pero cómo voy a renunciar a ese sueldo para volver a la precariedad? No me puedo negar a ir; tenemos cita pasado mañana a primera hora. A ver como justifico el retraso cuando llegue al trabajo.