Ayer conseguí escaquearme de la sesión de reflexión con mi mujer. Llegué muy alterado por el rapapolvo del jefe al atribuirme la responsabilidad por una actuación que no era de mi incumbencia.
Fue un acto de represalia por, según él, llegar tarde al trabajo. Había pedido permiso, pero al no querer responder cuáles eran los asuntos familiares que debía atender, retuvo los camiones hasta mi llegada y me encargó el chequeo de los camiones.
Mi mujer no sé si se compadeció de mí, o se percató de que el horno no estaba para bollos y que la única cosa que hubiera conseguido era una bronca más y enrarecer aún más nuestra relación.
Pero hoy no tengo escapatoria, dentro del ritmo frenético del trabajo, hoy ha sido un día normal… bueno, normal dentro de la anormalidad de mi trabajo. Tal vez, sería más correcto decir, sin sobresaltos.
Conocí a mi mujer, que por cierto se llama Elisa, en una de las tantas empresas en las que he trabajado. Aunque suene a cursi, fue amor a primera vista. Ambos tuvimos la corazonada desde un principio de que formaríamos una familia. Así fue.
En estos años, a pesar de las incertidumbres que nos ha tocado vivir, siempre hemos conseguido mantener un diálogo fluido y fructífero. No quiero decir que nunca riñéramos, pero era algo puntual.
Sin embargo, al poco de empezar este trabajo todo cambió. Soy consciente que la situación es insostenible y que de continuar el divorcio es la única solución.
El desenlace me aterra. Soy un hombre muy apegado a su familia, e imaginarme solo y viendo a mis hijos unicamente los fines de semana alternos, me estremece. Mi esposa me ha pedido, que dentro de mis posibilidades, ponga todo de mi parte para salvar el matrimonio.
Me pide que sigamos los consejos de Prudencio: que nos escuchemos sin interrumpirnos con el objetivo de entender cómo se siente el otro y que dejemos en la recámara los reproches del pasado.
Cuando consiga cumplir con los dos requisitos indispensables para volver a la consulta de Prudencio, allí tendremos ocasión de sacarlos a relucir. Me he comprometido a poner todo de mi parte, pero sin poder asegurar que lo vaya a conseguir.
Os reproduzco el diálogo que he mantenido con mi esposa, tal vez sería más correcto decir, aquello que recuerdo.
-Elisa: Mira Juan, entiendo que el trabajo te traiga por el camino de la amargura y no te culpo por ello, pero te pido que intentes meterte en mi piel. Tu malestar emocional también me afecta a mí.
Voy a tener mano izquierda para que todo lo que te comente no te irrite, y si en algún momento lo hago, te ofrezco mis disculpas por adelantado. Me siento muy afortunada por haberte conocido y estos años, a pesar de que no hemos nadado en la abundancia, han sido muy felices.
Eres un magnífico marido y mejor padre. Al poco de empezar a trabajar en la nueva empresa las cosas cambiaron. Cuando lo conseguiste ambos vivimos una gran ilusión porque por fin íbamos a poder comprar una piso.
Se acabaron las preocupaciones ante la incertidumbre de cuánto nos iban a subir el alquiler al finalizar el contrato o si nos lo renovarían. Por fin, un piso propio y un desembolso que no iba a subir. Pero como dice el refrán: «En casa del pobre la alegría dura poco». Juan entiendo que para ti este empleo es importante. Por fin trabajas en una empresa con un sueldo y unas responsabilidades acordes a lo que tú consideras que te mereces.
Pero me pregunto ¿Vale la pena seguir trabajando en una empresa que te exige que le dediques casi el doble de las horas que le dedicabas a las empresas en las que habías trabajado con anterioridad?
¡Y te pide dedicación exclusiva donde no hay espacio para tu familia! Esta empresa ha hecho que cambies incluso de personalidad. Eras una persona muy familiar, el tiempo que le dedicabas a tus amigos era marginal, y cuando te reunías, lo hacíamos en pareja.
Siento decírtelo, y no quiero que suene a reproche, pero nos tienes abandonados, a tus hijos y a mí. Entiendo tu malestar producido por el trabajo, pero intenta tú también entenderme a mí.
Antes de empezar a trabajar en esta empresa podíamos enfadarnos, pero el enfado era puntual y duraba minutos. Hoy las cosas son distintas; nos vamos a la cama enojados. Llevamos dos años con la misma dinámica y estoy a nada de tirar la toalla.
Juan, no te pido que dejes el trabajo, pero quiero que le dediques tiempo a reflexionar sobre tu empleo y cómo éste ha influido en tu familia y cómo te está convirtiendo en una persona que cada día me cuesta más reconocer.
-Juan: Bien Elisa, primero quiero darte la enhorabuena por haber conseguido que no me pusiera hecho un basilisco, como es desgraciadamente habitual en mí en estos tiempos.
Tus palabras han sido un bálsamo para mis heridas emocionales. Tengo la sensación que desde que he empezado a trabajar en esta empresa mi visión de la realidad se asemeja mucho a la de los caballos que llevan anteojeras para que no vean por los lados, sino de frente.
Al perder visión lateral, he perdido mi capacidad para ver aquello que acontecía a mi alrededor. Aunque me repito a mí mismo que soy consciente de aquello que sucede en mi vida, en realidad no es así. Actuó como si lo único que vale la pena ser vivido sea el trabajo, por mucho que frustre.
No quiero que suene a justificación, aunque no actúo así intencionadamente, me siento arrastrado por una corriente de la que no sé como salirme. Voy a poner la mejor de mis intenciones, pero es mi obligación ser sincero, no tengo claro que pueda cambiar.
Mañana es la comunión de la niña y le he pedido al jefe que, por favor, no contacte conmigo este fin de semana de ninguna de las maneras. Necesito desconectar por completo.
He apagado el móvil y ahora mismo voy a descolgar el fijo. Este fin de semana voy a poner todo de mi parte para disfrutar con vosotros y reflexionar sobre lo que me has comentado. Si te parece bien, la semana que viene seguimos hablando.
-Elisa: No te puedes imaginar la alegría que me das. Abrázame.