Me siento fatal. ¡Qué sensación más desagradable! Llevo media vida buscando soluciones a mis males, siempre a la espera de un tratamiento… bueno, de unos cuantos, porque mis males son múltiples. He querido encontrar algo que consiguiera revertir el carrusel de enfermedades en el que me encuentro enfrascada desde hace décadas, y llega el vendedor de crecepelo y dice que lo mío no se cura con medicinas. Que si mis dolores no producen daños detectables en mi organismo, no hay medicina que los cure. Así que tengo que orientar mi mirada hacia las emociones. Pero ¿eso qué sentido tiene? Si a mí me duele algo, tiene que haber algo en mi organismo que no funciona.
Esta mañana he estado en la consulta del doctor Sorolla, mi médico de cabecera. Me conoce muy bien; no hay mes que no acuda a él. Le he comentado lo que he escuchado en el programa de mi sobrina y, para mi gran sorpresa, me dice que el entrevistado tiene razón. Según el doctor, la Organización Mundial de la Salud define la salud “como un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.
El médico me ha dejado descolocada porque imaginaba que iba a corroborar mi idea sobre el concepto de salud, pero no. También el representante de la medicina oficial coincidía con la tesis de Prudencio. Está claro que la que está equivocada soy yo. El doctor me vio tan agobiada que me dedicó algunos minutos más de los que tiene establecidos por consulta y me explicó que un paciente puede tener síntomas de una enfermedad, pero que, después de exhaustivas pruebas clínicas sin que estas arrojen ningún resultado que confirme una patología, los síntomas pueden persistir a pesar de la ausencia de una enfermedad diagnosticable. A estas dolencias las ha denominado psicosomáticas. Por lo tanto, él, como médico, puede aliviar los síntomas con medicación, pero, al no haber una patología detrás, estos síntomas seguirán persistiendo en el tiempo. Es decir, que me tengo que jo…
Muy a mi pesar, no me va a quedar más remedio que desdecirme de mi valoración sobre Prudencio. Hay un proverbio cuyo enunciado dice: “Rectificar es de sabios”. Muy a mi pesar, voy a enmendar mi error y voy a seguir escuchando a Prudencio en la radio.
El programa de hoy va de epigenética, que significa “el control de los genes”. Nada más oír el enunciado, pensé: ya estamos otra vez con los esoterismos. He estado a punto de dejar de escucharlo. Después he recapacitado, me he recordado lo que me comentó el doctor Sorolla y he escuchado el programa entero. Me ha sorprendido, porque, después de oírlo, he dedicado tiempo a buscar información en páginas de prestigio que han confirmado lo expuesto por Prudencio. Voy a intentar resumirlo.
Según Prudencio, aunque no podemos cambiar nuestro ADN, sí podemos utilizar el poder de la mente para modificar la forma en la que este se expresa. Sí, me diréis, pero ¿qué es eso del poder de la mente?, ¿qué significa el ADN?, ¿y qué quiere decir que se exprese? Pues resulta que, dependiendo de cómo pensemos, así nos sentiremos y así actuaremos. Es decir: ¡cuidado con lo que piensas, porque puedes sentirte fatal y actuar como un energúmeno!
El ADN se encuentra en el interior de las células y contiene la información genética que se transmite de una generación a otra. Habréis escuchado más de una vez: “Lo mío es genético, lo tenía mi padre y mi abuelo”, o “Tiene muy buena genética, ¿no has visto lo ágil que está para la edad que tiene? ¡Y la cabeza! Si está mejor que yo, que tengo 20 años menos”. Pues parece ser que eso de los genes buenos y malos es una verdad a medias. Venimos al mundo con un bagaje genético, pero este se puede modificar cambiando nuestro estilo de vida. Si hasta hace poco se creía que nuestros genes eran nuestro destino, los científicos creen ahora que los factores externos (como la nutrición, el entorno en el que vivimos, los pensamientos y las emociones) influyen en la forma en la que el ADN se expresa. En otras palabras, no todo está preestablecido biológicamente.
Prudencio me ha sorprendido con una afirmación en la que me veo reflejada. Determinadas creencias no solo pueden influir en nuestra salud. Algunas ideas autolimitantes, como “No valgo nada”, “No soy muy listo” o “Nadie me querrá jamás”, dañan nuestra confianza y nuestro bienestar emocional. Pero estamos de enhorabuena: depende de nosotros revertir esa manera de pensar. Creo que voy a tener que revisar el argumentario del diálogo que mantengo conmigo misma.
Como bien sabéis, Prudencio no me transmitía mucha confianza, pero ahora las cosas están cambiando. No sé si es por mi necesidad de aferrarme a un clavo ardiendo con la esperanza de que posea una fórmula mágica que me ayude a superar mis innumerables males, sobre todo después de oírle decir que cambiar los pensamientos cambia la forma en la que el cerebro se relaciona con el resto del cuerpo y, por tanto, modifica la bioquímica del organismo. Como los médicos no encuentran una patología que justifique mis dolencias, ¿podría ser mi forma de evaluar aquello que acontece en mi vida la causante de mis males? Pues… no sé. Pero esto se está poniendo muy interesante.
La semana que viene va a seguir hablando de esta bendita epigenética.