Ya os he contado que, entre mis innumerables dolencias, está el dolor de cabeza. Esta semana le ha tocado a la migraña. Empezó al final de la jornada laboral, con un dolor en la mejilla derecha que subía hasta la sien. Como en mi trabajo saben de las vomiteras que me produce la migraña, no tuvieron ningún problema en dejarme salir un poco antes. El problema surgió al salir del trabajo.
Voy a trabajar en autobús, pero como la intensidad del dolor estaba aumentando exponencialmente, y ante el miedo de no llegar a tiempo a casa si empezaba a vomitar, me subí a un taxi para que me trasladara lo más rápido posible. Pero no le dio tiempo.
Esta mañana cambié de bolso y se me olvidó meter unas bolsas. Aunque le avisé al taxista de que tenía arcadas, no le dio tiempo a parar el coche. Ya os podréis imaginar la ira del taxista: se puso hecho un energúmeno. Antes de llegar a casa, aún me dio tiempo a vomitar una segunda vez. La vomitera alcanzó el salpicadero del taxi… y la mejilla del taxista.
Resumiendo, para no aburriros: el taxista me ha pasado la factura de la limpieza del coche y del lucro cesante por las horas de trabajo que ha perdido. El dolor de cabeza me ha costado 185 euros. Me parece que el taxista me ha cobrado más de la cuenta, pero no me queda más remedio que pagar.
He pasado tres días horrorosos, de la cama al baño y del baño a la cama. Con la casa completamente a oscuras, porque cuando tengo migrañas no aguanto la luz. Para el ruido no tengo solución: vivo en una zona con mucho tráfico. He cambiado las ventanas, pero cuando el dolor se hace insoportable, hasta el aleteo de una mariposa me molesta.
Hoy, por fin, se ha pasado todo y voy a poder desayunar. Llevo tres días sin comer y estoy hambrienta. Os comentaba la semana pasada que Prudencio iba a seguir hablando de epigenética. Os tengo que confesar que, a pesar de haber leído sobre ello en medios serios, me cuesta aceptar que venimos a este mundo con un bagaje genético, pero que podemos cambiar sus designios si cambiamos nuestro estilo de vida. Me temo que no me queda más remedio que asumirlo.
Hoy, Prudencio ha hablado del Proyecto del Genoma Humano, que al parecer ha supuesto un gran avance en el conocimiento de cómo funcionan nuestros genes. Antes del Proyecto, los biólogos daban por sentado que teníamos 120.000 genes. El desconcierto fue enorme cuando descubrieron que tenemos 25.000, que pueden actuar de formas muy diversas. Según los investigadores, cada uno de estos genes puede actuar de hasta 30.000 maneras diferentes, dependiendo de nuestras circunstancias.
Lo más sorprendente, según estos estudios, es que los factores ambientales pueden cambiar o incluso anular ciertas mutaciones, modificando la forma en la que actúan los genes. Resumiendo: puedo tener unos genes que me abocan a padecer un cáncer, pero mis circunstancias pueden hacer que esos genes se comporten de otra manera y el cáncer no se desarrolle.
Al escuchar esta explicación me quedé boquiabierta, y no era la única sorpresa. Según esta investigación, los genes alterados por nuestras circunstancias pueden transmitirse a nuestros descendientes, permitiendo que no desarrollen una enfermedad, aunque sigan siendo portadores de una mutación genética.
Solo un cinco por ciento de los pacientes con cáncer o enfermedades cardíacas pueden atribuir estas enfermedades a la herencia. Por lo tanto, la mayoría de las enfermedades pueden explicarse por cómo están expuestos nuestros genes a nuestras circunstancias: la nutrición, nuestros hábitos, cómo dialogamos con nosotros mismos y los cambios hormonales que esto provoca.
Cuando conseguimos gestionar nuestras emociones adecuadamente, nuestra mente libera sustancias químicas que dejan el cuerpo en un estado de descanso fisiológico y relajación. Así, los mecanismos de autorreparación natural del organismo pueden ponerse en marcha para reparar lo que se ha estropeado.
Sin embargo, si la mente está dominada por creencias negativas, el cerebro límbico lo interpreta como una amenaza. Cuando se activan las respuestas del cuerpo al estrés, el organismo no se ocupa de los problemas a largo plazo como el rejuvenecimiento celular, la autorreparación y la lucha contra el envejecimiento. Para nuestro cerebro no tiene sentido que las células del sistema inmunitario se pongan a trabajar destruyendo células cancerosas o renovando otras, si esa amenaza percibida está a punto de arrollarnos.
Con el tiempo, estas creencias que desencadenan la respuesta al estrés acaban pasando factura. Las hormonas del estrés terminan envenenando nuestras células. No es de extrañar que el cuerpo enferme y tenga dificultades para autorrepararse.
Lo que acabáis de leer es una interpretación de lo que yo he entendido. La verdad, estoy desconcertada y, al mismo tiempo, esperanzada. Porque si mis innumerables enfermedades son atribuibles a cómo gestiono mis emociones, tal vez, en algún aspecto, puedan remitir, o al menos ser menos frecuentes. Prudencio tiene consulta privada y voy a pedir cita. Ojalá me pueda ayudar.