Vamos a ver que me depara la mañana. La semana pasada Paquita, una compañera de estudios, me convenció para que acudiera a la consulta de Prudencio, el «educador emocional». Ya me he arrepentido. No sé qué pinto yo en ese lugar. Pero tampoco tengo ninguna gana de anular la cita. No sé qué hacer. No sé, a veces me encuentro como en un bucle, incapaz de decidirme por una alternativa. Bueno, a lo hecho pecho. Ya os cuento.
No os podéis imaginar lo contenta que estoy por haber conseguido salir del bucle en el que estaba sumergida, sobre si anular o no la cita con Prudencio. Por fin me he decidido y no la he cancelado. Os debo confesar que mi escepticismo seguía incluso cuando llegué a la consulta. Como os he comentado antes soy una persona muy racional y muy poco dada a las extravagancias. Eso de «educador emocional» me sonaba mucho a un tarotista de una línea 806 asegurando a la consultante de que su pareja va a volver con ella.
Pero a los pocos minutos de empezar la sesión todo cambió. Prudencio es un nombre de origen latino: de Prudens el que prevé o sabe por anticipado. Ha conseguido hacerme descubrir determinados aspectos de mi carácter y del porqué de mi estado anímico. Además, ha demostrado que mi manera de interpretar la realidad dista mucho de la realidad «real».
Como bien sabéis, son innumerables las actitudes del personal que se me hacen intragables. Soy una persona racional y he siempre considerado que las acciones de los seres humanos están regidas por la voluntariedad. A mi modo de ver, el libre albedrío guía nuestras decisiones; cuando alguien actúa de manera desconsiderada es porque lo quiere. Por lo tanto, si me hacen daño a sabiendas, ese es mi enemigo. Responderé a la falta de respeto con la misma moneda, ojo por ojo diente
por diente.
Prudencio me ha demostrado que no estoy en lo cierto. Ha empezado a comentarme el porqué de mi malestar emocional. Me ha asegurado que es algo que nos une con la enorme mayoría de los seres humanos. Compartimos con el resto de mamíferos un mecanismo, el de «lucha o huida», que se activa ante una situación de riesgo. En milésimas de segundos el cerebro decide si luchar o huir.
Los peligros a los que se tenían que enfrentar nuestros antepasados eran limitados
en variedad y en frecuencia. Hoy, las amenazas que percibimos son mayores: el trabajo, la familia, los vecinos, la pareja, un examen, el resultado de una prueba médica … Y la sensación de que la realidad nos ha desprovisto de algo que consideramos que nos merecemos. Asignamos gran importancia a todo de lo que carecemos y poca o ninguna a aquello que poseemos.
Uno de los factores que nos diferencia del resto de mamíferos y nos ha permitido evolucionar como especie es nuestra capacidad de pensar en abstracto, es decir, podemos imaginarnos objetos y realidades que aún no se han hecho realidad. Esto nos permite, por ejemplo, vivir en libertad, con un proyecto de vida, y no como una vaca, recluida en un establo, con un único «propósito vital», producir leche o dar a luz terneros y ser ejecutada con un tiro en la cabeza y acabar descuartizada.
Pero esta prerrogativa de pensar en abstracto, tiene un problema. El resto de mamíferos posee el mismo mecanismo de lucha o huida, pero la enorme diferencia es que una vez que el peligro ha pasado, este se desactiva. Los seres humanos, en cambio, por su capacidad de reflexionar en abstracto, pueden seguir pensando en el episodio que ha amenazado su existencia, una vez que este ha desaparecido y en considerar un peligro eventos que no suponen ningún riesgo para su vida.
A día de hoy, si vivimos en un país del primer mundo, es muy improbable que seamos atacados por un animal salvaje. La actual percepción del riesgo está representada por una discusión con el empleador, la pareja o nuestro cuñado, un examen, los resultados de unas pruebas médicas, etc. Ninguno de estos eventos va a poner en peligro la vida de nadie, pero la mente así lo interpreta.
Según Prudencio, esto tiene una explicación. El cerebro se ha ido formando a lo largo de la evolución como especie, y el límbico, que es el que organiza nuestras emociones y el que regula el mecanismo de lucha o huida, y el córtex, es decir el racional, apenas se comunican.
El racional te dice que tienes que adelgazar y el límbico te induce a comerte una bolsa de patatas. Sabes que esa pareja no te conviene, pero sigues con ella. Para Prudencio, cuando debemos tomar una decisión, las emociones prevalecen sobre la razón. Los expertos en marketing saben cómo apelar a ellas, haciéndonos comprar cosas que no necesitamos, entre las cuales, las «tropecientas» prenda de vestir que acabaran al fondo del armario, que jamás usaremos y que algún día depositaremos en el contenedor de la ropa usada.
Para convencerme de que nuestras actuaciones están condicionadas por las emociones, me puso dos ejemplos.
El primero, la premiación de los Óscar de 2022. El premiado como mejor actor, Will Smith, tiene un arrebato de violencia incomprensible. El día que por fin, después de una larga carrera, se le concede el Óscar, el presentador hace una broma de mal gusto sobre la alopecia de la esposa de Will Smith, esta pone cara de póquer, en cambio, al premiado, no se le ocurre nada mejor que acercarse al presentador y propinarle una bofetada.
El segundo ejemplo es el del rey Carlos III. Con fama de bocazas e imprudente, por fin, accede al trono a sus 73 años. Tiene que ganarse el cariño de sus súbditos. Su fallido matrimonio con Diana, su infidelidad con Camila y alguna de sus actuaciones, condicionan su grado de aceptación por parte de sus súbditos.
A su llegada al palacio de Buckingham desde Escocia, baja del coche, se acerca a estrechar manos a quien le está esperando durante varios minutos, una mujer incluso se atreve a besarlo, y él, con total aplomo sigue estrechando manos. Pero el día después la cosa se tuerce. En dos actos distintos mete la pata hasta el fondo.
En el primero, tiene un gesto de desprecio hacia un subordinado en un acto de firma porque un objeto en la mesa le impide hacerlo con comodidad. En el segundo, al rubricar se mancha las manos de tinta. Este imprevisto le induce a perder los papeles. Culpa al mundo que propio ese día tan importante para él, tenga que mancharse las manos.
En ambos casos, el de Will Smith y el de Carlos III, nos encontramos ante dos personajes que debido a la enorme capacidad que tienen las emociones para condicionar nuestras actuaciones, acaban consiguiendo un resultado que está en las antípodas del que hubieran querido conseguir.
Como bien sabéis, soy escéptica en casi todo, pero con estos dos ejemplos, Prudencio me ha hecho ver que no estoy en lo cierto. El personal no actúa de manera desconsiderada porque así lo desea, sino que está condicionado por sus genes y sus circunstancias. Prudencio me ha asegurado, las emociones se pueden educar para que no nos arrollen.
Gracias a la plasticidad del cerebro, podemos cambiar nuestra manera de sentir y de actuar. A Santiago Ramón y Cajal le fue concedido el premio nobel de medicina por sus estudios sobre la plasticidad cerebral. Decía: «Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro».
Prudencio me ha confirmado que para tener buena salud hay que educar las emociones. La mente es un arma de doble filo. Si las gestionamos bien, se dedicará a que el sistema inmunitario se haga cargo de todas las amenazas que pongan en peligro la salud. Mal gestionadas, nos pueden abocar a enfermar o a sufrir los síntomas de una enfermedad sin una causa médica, es decir, las enfermedades psicosomáticas.
Uno de cada cuatro pacientes que acuden a una consulta la sufre. Al parecer, somos el país con el mayor consumo de ansiolíticos.
Esto de las enfermedades sin causa médica, me ha hecho reflexionar sobre la cantidad de dolencias que he sufrido, entre ellas vértigo y problemas gastrointestinales, que después de cambiar distintos tratamientos sin que dieran resultado, al cabo del tiempo, y ya sin medicación, desaparecían.
Está claro que si quiero mejorar mi artrosis, tengo que empezar a enfocar la realidad de manera distinta. No puedo seguir teniendo tantos frentes abiertos.
Los sucesos de Will Smith y Carlos III me llevan a reflexionar. Me he pasado mi existencia pensando que había una serie de hijos de su madre que querían amargármela, y resulta, que responden a estímulos que no pueden controlar, o mejor dicho, lo conseguirían si conocieran las herramientas adecuadas. Al desconocerlas, actúan de manera desconsiderada hacia mi persona.
Me pregunto: ¿Mi forma de reaccionar puede encender la mecha de mis continuas trifulcas?
Para Prudencio, intentar convencer a mi cerebro con razonamientos concienzudos no va a ayudarme mucho a cambiar mis actitudes y mis sentires. Me ha pasado un link para que me conciencie del porqué. En el video, un psicólogo relata una curiosa anécdota sobre una consulta con una de sus primeras pacientes. La señora en cuestión debido a un accidente aparatoso, pero sin daños personales, tenía miedo a conducir. El marido la había acompañado en coche y quedó en pasar a recogerla al finalizar la sesión.
Era la primera consulta del día y la paciente y el psicólogo llegaron a la vez. Al entrar al consultorio, el terapeuta abrió las cortinas, con la mala suerte que al no estar bien anclada la estructura al techo, esta se cayó aterrizando en la cabeza del psicólogo y abriéndole una brecha. La paciente se ofreció a acompañarle a urgencias y a conducir el coche.
Una vez finalizada la cura lo recondujo a la consulta. El marido, que estaba esperando a que su mujer saliera del consultorio, al verla llegar, se quedó a cuadros. Pero ¿Qué haces tú llevando el coche que no puedes?
Los psicólogos denominan a este fenómeno «experiencia emocional correctiva».
El temor a conducir viene corregido por el pavor a la sangre de la brecha en la cabeza.
Esta anécdota me ha hecho recordar lo mucho que me costó renunciar al tabaco. Y luego un día, sin causa aparente, lo dejé y nunca jamás he vuelto a fumar. Abandonar no me supuso ningún sacrificio. Una experiencia emocional, desconozco cuál, fue mi «experiencia emocional correctiva».
Para Prudencio, somos el resultado de aquello pensamos, de aquello que nos negamos a pensar y de aquello que desconocemos que podemos pensar. Ahora tengo claro que no puedo culpar a los demás de sus actitudes desconsideradas hacia mi persona. Entiendo también que mi cerebro emocional no va a atender a mis consejos, cuando utilice razonamientos concienzudos.
Me ha recomendado que cada vez que alguien o algo me altere, tome nota en el móvil de cómo ese determinado episodio me ha hecho sentir. Con el material recogido es recomendable que por la noche, sin ruido ambiental, empiece a reflexionar a propósito de tres cosas (mejor por escrito y en papel).
La primera es: «¿Dónde me he equivocado?». No es una pregunta para flagelarse, fustigarse en la espalda y decir: «¡Qué mal lo he actuado!», si no tomar consciencia de que me he errado y aprender de la experiencia. No podemos controlar el pasado, no tiene sentido arrepentirse de las equivocaciones. Prudencio le concede mucha importancia a que sepamos diferenciar entre lo que podemos controlar, y aquello que no.
Sentirse mal no cambia nada, no vamos a deshacer el error. Se puede aprender de él, reflexionar y decir: «vale, hoy he hecho esto, aquí es donde estoy equivocado». Este ejercicio es útil porque en nuestra vida hay menos variedad de la que creemos.
Tendemos a repetir errores en situaciones idénticas. El ser humano es el único mamífero que tropieza dos veces en la misma piedra. Si prestamos atención a cuáles son esos errores, entonces es más probable, que la próxima vez actuemos de manera diferente.
La segunda pregunta es:«¿Qué he hecho bien?» Hay dos motivos para hacérnosla. La primera es darnos una palmadita en la espalda: «estupendo». A todos nos agrada un refuerzo positivo. Pero, el segundo motivo es que así tendremos dos posiciones que contrastan entre sí. Lo que no nos gusta, los errores, y los que sí agradecemos, los aciertos. Si prestamos atención a cómo actuamos, los éxitos superarán a los fallos.
La tercera pregunta es:«¿Podría haberme comportado de otra manera?» De nuevo, no se trata de arrepentirse y decir: «debería haber hecho tal cual», sino que nos puede ayudar a planear el futuro. «He errado, vale, en las mismas circunstancias», «¿Puedo actuar mejor?». Si espero que alguien cometa un error, mi manera de reaccionar será más reflexiva y decir: «está estresado, no me he explicado bien, voy a comunicárselo mejor», en vez de enfadarme.
Sulfurarse y contestar mal no ayuda, nadie responde educadamente cuando le hablan mal. Para disminuir los encontronazos me ha aconsejado a que reflexione y sea más empática frente a las salidas de tono. A su entender, si cambiamos la manera ser reduciremos las posibilidades que el mecanismo de lucha o huida se active. Nuestra salud nos lo agradecerá.
Para Prudencio, al cerebro le gustan las preguntas. Quien ha sido padre sabe que un niño aprende y presta más atención si se le hace una pregunta respecto a si se le trasmite una aseveración. Es mucho más efectivo:«¿qué es esto?», aunque luego le sugieras la respuesta: «esto es un lápiz», que afirmar sin preguntar: «esto es un lápiz».
Como veis, tengo mucho por meditar. Ojalá estas reflexiones me ayuden a vivir esa «experiencia emocional correctiva» que me permita lidiar «mala sangre» y me encamine hacia un mayor bienestar y que este se vea reflejado en mi salud. Dedicaré tiempo también a leer los relatos de las compañeras sobre su malestar. Tal vez entre ellos, mi cerebro pueda encontrar ese motor que me permita vivir esa «experiencia emocional correctiva», que tanto necesito.
Bueno, os dejo con Paquita. Luego nos volveréis a ver a las dos, con un aperitivo de por medio, intercambiando impresiones sobre nuestra consulta con Prudencio.