Qué queréis que os diga… La afirmación de Prudencio de que mi colapso mental no se debe a la humillación sufrida por parte de mis compañeros me ha dejado completamente desubicada. Después de escucharlo tanto en la radio como en consulta, creía haber entendido que nuestras circunstancias condicionan nuestra salud. Pero parece que, para él, las circunstancias son importantes, sí, pero más aún lo son las interpretaciones que hacemos de ellas.
Para Prudencio, las circunstancias no son en sí mismas humillantes o apremiantes. Son nuestras interpretaciones las que hacen que las valoremos de una manera u otra. En las últimas semanas he empezado a cambiar mi actitud y a ser más comprensiva con su punto de vista, pero esto último me cuesta asumirlo. Mis compañeros me humillaron con nocturnidad y alevosía. ¿Cómo puede caber una interpretación distinta por mi parte? No lo sé. Pero me gustaría que Prudencio se pusiera en mi lugar. Que se imaginara a su entorno más cercano burlándose de su trabajo y de sus teorías. Que le asignaran la categoría de charlatán. ¿Cómo se sentiría? Si tiene sangre en las venas, tendría que estar elucubrando cómo vengarse de la afrenta. No entiendo cómo se le puede ocurrir pensar que haya otra manera de valorar lo que me han hecho pasar mis compañeros.
Ante mis dudas de que pueda existir una forma distinta de interpretar lo ocurrido, y que esa interpretación influya en cómo me siento, Prudencio me aclaró que no se trata de que crea a pie juntillas lo que él dice, sino de que empiece a explorar la posibilidad de que existan estrategias que me permitan puentear la ira en la que estoy atrapada. Me preguntó si era la primera vez que me humillaban. Le respondí que no. De hecho, para reducir las posibilidades de ser víctima de escarnio, he limitado al mínimo mis relaciones con los demás.
A continuación, me preguntó si había sufrido un colapso mental en otras ocasiones. Y no me quedó más remedio que admitir que no, que era la primera vez. También tuve que reconocer que, si tuviera que medir en una escala de uno a diez el grado de escarnio al que fui sometida, en otras ocasiones fue muy superior al del otro día. Cuando me preguntó a qué atribuía esa discrepancia entre la gravedad objetiva del escarnio y el dolor que sentía, no supe qué responder. Prudencio me aconsejó que me tomara mi tiempo para encontrar una explicación.
Fue un momento incómodo. Pensar en presencia de otro me resultó estresante. Pero, quizá por ese mismo estrés, en esos dos minutos de espera encontré la respuesta. Durante ese breve lapso, desfilaron por mi mente las imágenes de las humillaciones que he sufrido. Imágenes rápidas, como cuando aceleras una película para saltarte los anuncios. Aunque visualmente eran fugaces, las emociones que evocaron fueron muy nítidas. Y entonces comprendí algo importante: las humillaciones pasadas habían sido, objetivamente, más graves… pero el dolor que me provocaron fue menor que el que sentí el otro día.
¿A qué se debía esa discordancia?
Prudencio, como si me leyera la mente, preguntó:
—¿Te estás preguntando por qué algunos de los escarnios que sufriste en el pasado no tuvieron un efecto tan devastador en tus emociones como este último?
Tuve que admitir que sí, que me lo preguntaba, y que por mucho que pensara, no lograba entenderlo. Me parecía incongruente que algo aparentemente menos grave me causara un daño emocional tan insoportable. Porque por mucho que intentara desviar mi atención de lo ocurrido, aquello se reproducía en mi mente en bucle.
Como ya había hecho en la consulta anterior, Prudencio intentó sacarme del bucle. Me pidió que le hablara de mi positiva experiencia como colaboradora en la asociación. Dio en la tecla. Fue empezar a rememorar esa vivencia y los pensamientos parásitos desaparecieron por arte de magia.
Me preguntó entonces cuáles eran las expectativas que tenía puestas en esa nueva colaboración y amistad. Le hablé de la esperanza de que esta nueva amistad me ayudase a confiar en mí misma, a adquirir las habilidades sociales necesarias para dejar de sentirme un “bicho raro”. Me había ilusionado como nunca antes. Tenía la certeza absoluta de que todo lo que imaginaba se cumpliría.
Y, como es habitual en él, Prudencio me sorprendió con una frase lapidaria:
—Las expectativas son las asesinas del bienestar emocional.
Os podéis imaginar mi cara. Me quedé a cuadros. ¿Cómo podía decir eso, si hasta ahora me había estado hablando de la importancia de un proyecto vital?
Para Prudencio, el problema de tener expectativas es que, a menudo, no son realistas. Confundimos nuestros anhelos con la realidad, y la realidad tiene ritmos y recorridos que rara vez se ajustan a nuestros deseos. Según él, mis expectativas me traicionaron porque llegué a pensar que un mundo idílico estaba a mi alcance. Y la realidad era muy distinta.
Mis compañeros, al llegar al trabajo, percibieron en mi lenguaje no verbal que algo importante había cambiado en mí. Interpretaron ese cambio como fruto del consumo de sustancias psicoactivas. Yo, que había depositado tantas ilusiones en mi nueva vida, interpreté una simple e inocente mofa como una humillación, y ese malentendido, amplificado por mis expectativas, fue lo que me llevó al colapso mental.