LO QUE QUERÍA Y LO QUE ME ENCONTRÉ

LO QUE QUERÍA Y LO QUE ME ENCONTRÉ

—A ver si lo entiendo —dijo el discípulo cruzando los brazos—. ¿Me estás diciendo que no me enfade, que no me frustre, que no me sienta decepcionado… solo porque la realidad no coincide con lo que esperaba?

Prudencio, sentado frente a él con una taza de té que llevaba más silencio que infusión, levantó una ceja.

—Te estoy diciendo que confundiste tus expectativas con tus deseos, y ahora estás llorando porque la vida no leyó tus pensamientos.

El joven resopló. No como quien está indignado, sino como quien empieza a sospechar que, lamentablemente, el otro tiene razón.

—Yo solo quería algo normal, Prudencio. Un trabajo decente, una relación estable, un poco de tranquilidad. No pedía tanto.

—Y sin embargo, esperabas que todo eso llegara… sin interrupciones, sin contradicciones y sin que tú tuvieras que soltar el control —respondió el mentor con su habitual tono entre cálido y demoledor.

El discípulo bajó la mirada. No era la primera vez que se sentía así: como si la vida le hiciera una broma pesada en el momento más inoportuno. Lo habían despedido del trabajo justo cuando empezaba a ilusionarse con un nuevo proyecto. Su pareja le había dicho que necesitaba espacio justo cuando él creía que estaban más conectados. Su familia… bueno, mejor no hablar de eso.

—Es que duele —murmuró—. Me siento traicionado. Por todo.

—Porque creíste que el mundo funciona como un deseo bien redactado —dijo Prudencio—. Pero la vida, amigo mío, no trabaja en atención al cliente.

El discípulo rió. Una risa amarga, pero sincera.

—¿Entonces qué hago con todo esto? ¿Con esta sensación de que me están quitando lo que yo quería?

—Empieza por distinguir —dijo Prudencio, dejando su taza sobre la mesa—. Tus deseos son tuyos, auténticos, personales. Tus expectativas, en cambio, son construcciones: ideas prestadas, guiones heredados, fantasías sin revisión.

—¿Y no deberían coincidir?

—Deberían, sí. Pero muy a menudo no lo hacen. Porque tus deseos nacen del corazón… y tus expectativas, del miedo a que no se cumplan.

El discípulo frunció el ceño. Era una de esas frases que no se entienden a la primera. O que se entienden… pero duelen.

—¿Estás diciendo que yo mismo saboteo mis deseos con mis expectativas?

—No lo digo yo. Lo estás viviendo tú.

(Silencio.)

—O sea, que cuando deseaba una relación de verdad… me pasé el tiempo esperando que la otro encajara en mi idea de pareja perfecta.

—Exacto —asintió Prudencio—. En vez de construir algo real con lo que tenías delante, te peleabas con lo que no estaba.

—Y cuando quise cambiar de rumbo profesional…

—Te esperabas reconocimiento inmediato, cero dudas, y que nadie te mirara raro. Como si la vida premiara con aplausos solo por atreverte.

El discípulo se recostó en el sillón, mirando al techo. Respiró hondo.

—Entonces… ¿cómo se vive sin estar todo el rato frustrado?

—Alineando tus expectativas con tus deseos.
Deseas paz… no esperes tener la razón siempre.
Deseas amor… no esperes perfección.
Deseas cambio… no esperes que todo el mundo lo entienda.

—Eso suena… difícil.

—Y lo es. Pero vivir engañado por tus propias expectativas también lo es. Solo que eso, además, te deja vacío.

El discípulo dejó caer los brazos, como soltando un peso invisible.

—Entonces no tengo que dejar de desear…

—Jamás —interrumpió Prudencio—. Pero empieza a observar si tus expectativas están sirviendo a tu deseo… o lo están saboteando. Porque muchas veces, cuando el deseo es auténtico, pero la expectativa es rígida, lo que termina rompiéndose… eres tú.

(Silencio largo.)

—¿Y qué hago con lo que ya se rompió? —preguntó el discípulo, sin mirar a Prudencio.

—Recoger los pedazos con dignidad. Mirarlos. Agradecer lo aprendido. Y luego decidir qué no quieres repetir.

—¿Y si me vuelve a pasar?

—Te pasará. Pero cada vez tendrás menos miedo. Y más conciencia.
Y créeme: eso es muchísimo.

El discípulo cerró los ojos un momento. Y por primera vez en semanas, no sintió angustia. No porque todo estuviera resuelto, sino porque por fin entendía que no había estado fallando. Solo estaba aprendiendo a desear sin exigir, a soltar sin rendirse, a vivir sin guion.

—Gracias —dijo.

Prudencio asintió. Con una media sonrisa que decía “esto no ha terminado, pero vamos bien”.

—La próxima vez que la realidad no cumpla con lo que esperabas… no lo tomes como traición. Tal vez solo es una oportunidad para encontrarte con lo que realmente deseas.

El discípulo se levantó. Más liviano. Más claro. Más él.

Y Prudencio, como siempre, volvió a su cuaderno invisible, donde escribió en tinta invisible:

“El problema no es querer. El problema es esperar que todo lo que queremos venga envuelto en la forma exacta que imaginamos.”

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