APRENDER A PERDER PARA GANAR SALUD CAPÍTULO 5

APRENDER A PERDER PARA GANAR SALUD CAPÍTULO 5

Aquella tercera sesión comenzó de manera diferente. Carmen y Antonio llegaron con semblantes menos tensos, pero con una pregunta escrita en el rostro de ambos: ¿Estará funcionando esto? ¿O solo estamos postergando lo inevitable?

Panacea los recibió con una sonrisa cálida y les invitó a sentarse.

—Hoy vamos a hablar de una palabra que os incomoda: “Renuncia”.

Antonio frunció el ceño. Carmen ladeó la cabeza.

—Siempre nos han dicho que no hay que rendirse, que hay que luchar por lo que uno cree —protestó Antonio.

—Y es cierto —respondí Panacea—. Pero el problema surge cuando luchamos donde no hay enemigo, cuando nos desgastamos defendiendo posturas que solo nos alejan del otro. A veces, renunciar no es rendirse, sino elegir la paz interior.

Carmen suspiró. Por primera vez en mucho tiempo, esa idea no le pareció una derrota.

Panacea les explicó que muchos de los conflictos de pareja no se resuelven ganando argumentos, sino cediendo espacios de control. La necesidad constante de tener razón genera un estado de alerta en el cuerpo: libera cortisol, aumenta la tensión arterial, mantiene al sistema nervioso simpático hiperactivado.

—Antonio, tus niveles de tensión arterial están relacionados con ese estado permanente de lucha. Y Carmen, tus migrañas también son consecuencia de esa tensión mental continua. No estáis hechos para vivir en guerra. Ninguno lo estamos.

Ambos bajaron la cabeza. En silencio, reconocieron la verdad que ya intuían.

—El amor sano —continuó Panacea— no es un campo de batalla donde uno gana y el otro pierde. Es un lugar donde ambos ganan cuando encuentran la manera de cuidarse mutuamente. Y a veces, cuidar al otro implica callar, ceder, no tener razón.

Les propuso un nuevo reto: durante una semana, cada vez que sintieran el impulso de discutir, preguntarse: “¿Es necesario decir esto ahora? ¿O puedo dejarlo pasar para preservar el bienestar de ambos?”

No era un ejercicio fácil. Ambos estaban acostumbrados a reaccionar de inmediato, a disparar sus opiniones sin filtro. Pero aceptaron el reto.

Durante esa semana, Carmen tuvo que tragarse su opinión cuando Antonio olvidó sacar la basura. Antonio tuvo que contener sus críticas cuando Carmen llegó tarde del trabajo y no preparó la cena como habían acordado. Cada uno sintió el picor del orgullo herido, pero también el alivio de no haber encendido un nuevo incendio.

Al finalizar la semana, Carmen notó que sus migrañas habían disminuido en frecuencia e intensidad. Antonio, por su parte, observó que su tensión arterial había bajado ligeramente, algo que su médico le confirmó con sorpresa.

Ambos compartieron estos cambios con Panacea, quien les sonrió con serenidad.

—El cuerpo os está mostrando que vais por el buen camino. No porque hayáis eliminado los problemas, sino porque habéis cambiado la manera de afrontarlos.

Panacea les recordó que las enfermedades psicosomáticas no son imaginarias. El cuerpo siente lo que la mente vive. Cuando la mente vive en paz, el cuerpo también.

Aquella noche, sentados en el salón, Carmen y Antonio compartieron un silencio distinto. No era el silencio del rencor ni el del agotamiento. Era un silencio cómplice. Por primera vez en mucho tiempo, no sentían la necesidad de llenarlo con argumentos.

Antonio se permitió apoyar su cabeza en el hombro de Carmen, y ella no se retiró. Permanecieron así unos minutos, respirando juntos, acompañándose en silencio.

Porque a veces, perder una discusión es ganar en salud. Y en amor.

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