Como bien sabéis, era bastante escéptica sobre la estrecha relación entre emociones y salud. Siempre he entendido la enfermedad como algo biológico: cuando un patógeno entra en nuestro organismo, enfermamos. Pero no es tan simple. Nuestras emociones son un arma de doble filo. Bien gestionadas, pueden permitir que, cuando esto acontece, el sistema inmunitario se haga cargo de neutralizarlo y evitar que enfermemos. Mal gestionadas, incluso en ausencia de patógenos —como es mi caso—, podemos llegar a sentir los mismos síntomas.
Y lo peor de todo es que las enfermedades psicosomáticas no tienen una medicina que las cure; pueden aliviar los síntomas momentáneamente, pero si no aprendemos a gestionar nuestras emociones, seguiremos atrapados en el mismo círculo vicioso.
Desde la primera consulta con Prudencio, mi escepticismo ha empezado a diluirse, y llevo una semana sin molestias ni dolores. Por primera vez en mi vida, alguien se ha molestado en preguntarme sobre mi pasado. Haberme sincerado sobre mi infancia ha sido mano de santo. Llevo una semana durmiendo a pierna suelta. Se me había olvidado lo placentero que puede ser despertarse con esa sensación de placidez que te llena el alma.
Esta tarde tengo consulta con Prudencio y estoy muy ilusionada. Si en una semana ha conseguido que pase del malestar más profundo a caminar sobre las nubes, ¿qué no hará en unas cuantas sesiones? Bueno, será mejor que rebaje mi entusiasmo. La primera vez en la radio tuve sensaciones similares, pero luego estuve fatal. Es verdad que en aquella ocasión duró solo una hora, y ahora llevo una semana. De todos modos, es mejor que no me haga demasiadas ilusiones. He leído en internet que un médico puede, con su actitud, provocar un efecto placebo en su paciente. Prudencio no es médico, pero tal vez esté teniendo ese mismo efecto sobre mí. Después de la consulta os contaré si el efecto placebo sigue perseverando.
La consulta ha ido mejor de lo que esperaba. Prudencio me comentó que no todos venimos a este mundo con la misma suerte; las circunstancias nos marcan. No tengo que culpar a mi padre, porque no tenía alternativas. O mejor dicho, la única que tenía era dejarme en un orfanato, y me habría sentido igual de abandonada. El pasado no lo voy a poder cambiar, pero el presente está en mis manos. Gracias a la plasticidad cerebral, cambiando mi manera de pensar y algunos hábitos, podré sentirme mejor. No se cambia de un día para otro: los avances son paulatinos, dos pasitos hacia adelante y uno hacia atrás. Pero con las estrategias adecuadas se avanza a diario.
Prudencio ha hecho hincapié en dos aspectos que están ausentes en mi vida: un propósito vital y personas con las que relacionarme. En mi defensa, he alegado que era consciente de que carecía de esos dos elementos, pero que no podía hacer nada por culpa de mis enfermedades y por un sentimiento de inferioridad. Según Prudencio, si queremos cambiar nuestro estado emocional, no podemos esperar a que cambien los factores externos que nos condicionan; tenemos que cambiar nosotros, evaluando con perspectiva la realidad que nos ha tocado vivir, para que esos factores no nos condicionen.
—¿Y eso de evaluar la realidad con perspectiva qué es y cómo se hace? —le pregunté a Prudencio.
Cuando oí esa frase pensé: “Ya estamos otra vez con los esoterismos”. Pero la mala emoción se desvaneció cuando él se explicó. Se trata de asumir que hay cosas que no están en nuestras manos cambiar, y que, por tanto, no tiene ningún sentido dedicarles ni una pizca de nuestra energía, como por ejemplo nuestro pasado. En cambio, hay cosas que sí están en nuestras manos, como buscar y encontrar un propósito vital o relacionarnos con nuestros semejantes.
Para vivir una vida plena, estos dos elementos deben estar presentes. Los seres humanos somos sociales por naturaleza. Para alcanzar el bienestar emocional, necesitamos a los demás: su amistad, el intercambio de ideas, etc. Según los expertos, la soledad es tan dañina para nuestra salud como el tabaco. También necesitamos un propósito vital, es decir, una razón que dé sentido a nuestras vidas. No tiene por qué ser un propósito grandioso ni el mismo durante toda la vida. Dependiendo del ciclo vital, puede ser cuidar de mis hijos, de mi pareja, mi pasión por el baile, la lectura, cuidar del jardín o del huerto, etc.
Entiendo la importancia de estos dos elementos, pero creo que, para mí, son un reto inalcanzable. He rehuido a la gente porque temía que me hicieran daño —algo que, desgraciadamente, se ha hecho realidad muy a menudo—. Solo pensar en relacionarme con los demás me empavorece. Y el único propósito vital que veo para mí es conseguir vivir sin dolencias ni dolor.
Prudencio me ha recomendado que no me preocupe: sentir miedo es habitual cuando nos enfrentamos a cambios. Todo cambio activa el mecanismo de lucha o huida, pero con las estrategias adecuadas, podemos puentearlo. Me ha propuesto una actividad con la que podría matar dos pájaros de un tiro: dedicar tiempo al voluntariado. Ayudar a los demás es sumamente enriquecedor. Contrariamente a lo que creemos, el más beneficiado no es quien recibe nuestro tiempo, sino quien lo ofrece. Algo similar ocurre cuando regalamos algo. A su modo de ver, el voluntariado me permitirá tener un propósito y relacionarme con otras personas.
Para conseguir puentear el mecanismo de lucha o huida, me ha aconsejado anotar los cambios emocionales y los pensamientos que los acompañan. Es importante hacerlo en el momento en que acontecen y no a posteriori, porque si no, sería una interpretación y no la realidad. Lo puedo anotar en el móvil y luego, por la noche, con tranquilidad, transcribirlo en papel. Este ejercicio me ayudará a reconocer y comparar cuáles son los pensamientos que me generan malestar emocional y cuáles tienen el efecto contrario: bienestar y serenidad emocional. Gracias a la plasticidad de nuestro cerebro, si consigo imaginarme disfrutando al relacionarme con los demás, mis sensaciones de miedo irán remitiendo. No de un día para otro, pero irán remitiendo.
Bueno, me voy a poner manos a la obra, y la semana que viene os cuento qué tal me ha ido.