Hoy tengo cita con Prudencio, pero me ha costado mucho decidirme.
Es verdad que, a medida que me he ido informando, mi percepción sobre él ha cambiado. También me ha ayudado que el doctor Sorolla y mis lecturas en medios de prestigio confirmaran las tesis de Prudencio. Aun así, me cuesta dejar de creer en la idea que siempre he tenido sobre la salud. No es fácil aceptar que te digan que la salud no es simplemente la ausencia de enfermedad. Y tampoco veo muy viable que se pueda cambiar el carácter. El lema con el que me educaron fue: “Genio y figura hasta la sepultura”.
El tema económico no es un problema. No soy muy gastosa y tengo un buen colchón, pero no tengo claro que él pueda ayudarme, y tirar el dinero por la borda me enojaría enormemente. Aun así, voy a probar suerte; voy a apostar al 33. Estoy en el portal y voy a entrar. Ya os contaré.
Pese a mis dudas, la consulta ha sido muy prometedora.
Empezó con las reticencias que os he comentado, pero, a medida que transcurría la sesión, mi desconfianza fue mermando. Prudencio, con su lenguaje no verbal, logró conectar con mi cerebro límbico, y este no lo percibió como una amenaza. Todo lo contrario: conforme avanzaba la consulta, la serenidad se iba instalando en mí.
He empezado a descubrir que la salud no depende solo de nuestros genes o nuestro estilo de vida, sino que todo empieza mucho antes. Desde nuestra más tierna infancia, e incluso desde la gestación, se define gran parte de nuestra salud. Pero no es un designio inamovible: tenemos medios para transformarla.
Prudencio me preguntó cuál era la razón por la que acudía a su consulta. La pregunta me sorprendió, porque si eres un educador emocional, se supone que te dedicas a aconsejar sobre cómo encauzar las emociones. Pero bueno, le comenté que lo había conocido por el programa de radio de mi sobrina, que la teoría la tenía clara, pero que necesitaba saber qué hacer para superar mis innumerables y variadas enfermedades.
Después me explicó cómo iban a desarrollarse esta consulta y las sucesivas. Me dijo que iba a hacerme una serie de preguntas sobre mi vida, con el fin de descubrir las razones de mi malestar emocional, responsable —según él— de mis enfermedades psicosomáticas.
Empezó preguntándome cómo fue mi infancia.
Tardé muchos años en olvidar, o tal vez sería mejor decir “intentar olvidar”, cómo fue mi infancia. Porque olvidar, lo que se dice olvidar, nunca la he olvidado. La pregunta removió los demonios que me atormentaron durante años.
Mi infancia fue triste y atormentada.
Mi madre murió al darme a luz y mi padre, sin familia, se casó al cabo de un año para que su nueva esposa cuidara de mí. Creo que se quedó embarazada el mismo día que se casó. Con ese embarazo, pasé a un segundo plano… aunque lo más correcto sería decir que me olvidó por completo. Me dedicó el tiempo estrictamente necesario para asearme y nutrirme, pero jamás tuvo un gesto de cariño hacia mí. Lo que os estoy contando me lo confesó mi padre, que se arrepintió profundamente de haberse casado con esa mujer. Esa indiferencia se mantuvo cuando tuve uso de razón. El no haber recibido el afecto de una madre me convirtió en una persona infeliz y poco sociable.
Nunca logré entablar una amistad verdadera. Y mi relación con los hombres… mejor no hablar. Alguno que otro se aprovechó de mi cuerpo para saciar su libido, pero nunca me he despertado con un hombre a mi lado. Siempre se iban antes del amanecer. Me despertaba con un vacío existencial que me hacía cuestionarme si merecía la pena seguir en este mundo. Una vida de mierda, la mía, para qué esconderlo. Bueno, tampoco he tenido a nadie a quien contárselo. Mi padre ya estaba bastante apenado por su decisión como para trasladarle un nuevo pesar.
La relación con mi hermanastra fue de sometimiento.
Su madre le transmitió el gen de la maldad. Aunque era dos años menor que yo, la que dictaba la ley en casa era ella, y su madre la respaldaba cuando me sometía a todo tipo de perrerías. Hoy en día lo llaman bullying. Yo lo sufría a diario, incluso los fines de semana y en vacaciones.
Mi padre se deslomaba trabajando 14 horas al día para llevar un sustento a casa —que a veces no era suficiente— y lo complementaba con chapuzas los fines de semana. Por eso, aunque percibía que mi vida era penosa, tampoco podía hacer mucho por ayudarme. Estaba atrapado por sus circunstancias.
En el colegio no fue mejor.
Acosada por mi hermanastra, asumí que el resto de niños actuarían igual que ella. Me autoexcluí. Nunca me relacioné con los demás. Identifiqué a mi hermanastra como el único modelo de ser humano, y para protegerme, no permitía que los otros niños se acercaran. Desgraciadamente, es una pauta que muy a menudo he seguido manteniendo en la adultez.
Cuando Prudencio me pidió que le hablara de mi infancia, sentí una gran vergüenza. Nunca había compartido mi vida personal. Siempre he puesto mucho cuidado en que no aflorara cuando me relacionaba con los demás. Temía que fuese la puerta por donde pudiera colarse la maldad de otros.
Pero cuando terminé de contárselo, me sentí enormemente aliviada. Como si me hubiera liberado de llevar un saco de cincuenta kilos a la espalda. Me sentí como la primera vez que escuché a Prudencio: como si la serenidad se hubiese apoderado de mí.
La primera vez esa sensación duró una hora, y después me puse malísima. A ver si esta vez hay más suerte y dura un poco más… y con menos efectos secundarios.
En el próximo post seguiré relatando qué tal ha ido la primera consulta.