EL PESO INVISIBLE DE LAS EXPECTATIVAS

EL PESO INVISIBLE DE LAS EXPECTATIVAS

—Prudencio —dijo Marcos, el discípulo, entrando con paso arrastrado en la pequeña sala donde siempre se reunían—, ¿te has dado cuenta de que la vida parece un concurso en el que uno nunca gana?

Prudencio levantó la vista de su cuaderno, donde estaba escribiendo algo que nunca mostraba a nadie.

—Explícame eso, muchacho. Un concurso, dices. ¿Y quién reparte los premios?

—Los demás. Mis padres, mi jefe, mis amigos… Todos parecen tener una lista de cómo debería vivir. Y por más que intento cumplir, nunca es suficiente. Siempre hay un “podrías hacerlo mejor” o “esperaba más de ti”.

Prudencio sonrió, esa sonrisa que mezclaba ternura con un toque de ironía.

—Ya veo. Entonces, si te entiendo bien, tú juegas un partido… con las reglas de otros, la pelota de otros y hasta el marcador en manos de otros. Y cuando no marcas, la culpa es tuya, ¿verdad?

Marcos suspiró, resignado.

—Exacto. Es agotador.

—Me sorprende —Prudencio apoyó los codos en la mesa, juntando las manos como quien prepara una revelación—, que todavía no se te haya ocurrido la idea más sencilla: dejar de jugar ese partido.

—¿Dejar de jugar? —preguntó Marcos, confundido—. ¿Y qué hago entonces? ¿Me encierro en casa?

—No, hombre. Te inventas el tuyo. ¿O acaso crees que alguien vino a este mundo con el deber divino de agradar a todos?

Marcos bajó la mirada.

—Pero no es tan fácil. Uno quiere que lo quieran, que lo respeten…

—Ahí está el truco —dijo Prudencio, con tono burlón—. Confundes respeto con obediencia, cariño con aprobación, aceptación con sumisión. Mira, muchacho, si tu felicidad depende de que todos aplaudan tus pasos, acabarás bailando una música que ni siquiera te gusta.

Marcos se removió en la silla.

—Entonces, ¿qué hago con las expectativas de los demás? ¿Las ignoro?

—No se trata de ignorarlas —replicó Prudencio, más serio—, sino de darles el peso que merecen. Si un médico te dice que fumes menos, quizá convenga escucharlo. Si un amigo te sugiere que descanses, puede que tenga razón. Pero si tu jefe quiere que trabajes doce horas al día porque así “se triunfa” o tus padres piensan que solo serás alguien si te casas, ahí tienes que poner un límite.

Marcos frunció el ceño.

—Es que si digo que no, me siento culpable.

—La culpa… —Prudencio hizo una pausa teatral—, ese invento social para mantener a la gente en fila. Te contaré un secreto: la culpa no viene de hacer lo que quieres, sino de creer que deberías estar haciendo lo que otros quieren.

Marcos lo miró con cierta incredulidad.

—¿Y de verdad se puede vivir sin sentirse culpable?

Prudencio se echó a reír.

—Claro que no. La culpa aparecerá, como aparece el vecino que nunca invitaste a cenar. La clave está en no darle la mejor silla de la mesa. Que se siente en un rincón, y tú sigue comiendo lo que te apetezca.

Marcos rió por primera vez.

—Suena liberador… aunque difícil.

—Difícil, sí. Imposible, no. Piensa en esto: ¿qué pasaría si vivieras solo un día sin intentar cumplir con las expectativas de nadie más que las tuyas?

Marcos se quedó en silencio. Lo imaginó. Un día sin tener que justificar decisiones, sin disculparse por no ser lo que otros esperaban.

—Sería… ligero —dijo al fin—. Como si me quitaran una mochila enorme de la espalda.

—Exacto —Prudencio asintió satisfecho—. La mochila está llena de las piedras que los demás te van poniendo. Y tú, muy obediente, las cargas. Pero llega un momento en que debes preguntar: “¿Por qué llevo yo esta piedra y no tú?”.

Marcos se inclinó hacia adelante.

—Entonces, ¿debo aprender a decepcionar a los demás?

—Esa es la palabra mágica —contestó Prudencio con un brillo en los ojos—. Madurar es aceptar que decepcionarás a alguien siempre. Y lo prefiero a decepcionarte a ti mismo todos los días.

Marcos sonrió, y esta vez la sonrisa fue más auténtica.

—Prudencio… tal vez tenga que empezar a decir más “no”.

—Y menos “sí” con la boca cuando tu corazón grita “no” —añadió el mentor, levantándose para darle una palmada en la espalda—. Verás que la vida no se hunde. Al contrario, empieza a flotar.

Marcos lo miró, agradecido.

—Gracias. Supongo que la verdadera libertad no está en que todos estén de acuerdo conmigo, sino en poder estar yo en paz con lo que elijo.

Prudencio levantó una ceja, divertido.

—Vaya, parece que hoy has entendido algo sin que yo tenga que repetírtelo tres veces. No está mal para un lunes.

Ambos rieron. Y en ese instante, Marcos se dio cuenta de que el concurso en el que creía estar no era obligatorio. Podía bajarse del escenario, salir a la calle y vivir a su modo. Aunque algunos lo desaprobaran, él sería, por fin, el juez de su propia partida.

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