—¿Te molesta si dejo aquí el bolso? —preguntó la joven mientras lo depositaba con un suspiro que llevaba más carga emocional que el propio objeto.
—Solo si esperabas que flotara en el aire —respondió Prudencio, sin levantar la vista del cuaderno donde tomaba algunas notas imaginarias.
La discípula sonrió con algo entre sarcasmo y alivio. Había oído hablar de él. Prudencio no era como los demás mentores. No hablaba en eslóganes ni prometía paz eterna a cambio de repetir mantras frente al espejo. Pero tenía una forma extraña —y a veces irritante— de hacerte ver lo que no querías.
—Estoy decepcionada —dijo ella, dejando caer la espalda contra el respaldo del sillón como si necesitara soltar hasta los huesos.
—¿Contigo? ¿Con los demás? ¿Con la humanidad en general? —preguntó él, con la seriedad justa para que no se supiera si hablaba en broma.
—Con todo, en realidad. Pero más conmigo misma —admitió ella—. Esperaba estar en otro punto de mi vida a estas alturas. Más estabilidad, más claridad, más… no sé, más sentido.
Prudencio asintió con un leve gesto. Se levantó y fue hasta una pequeña estantería de madera donde tenía varios objetos curiosos: una taza con un asa rota, un reloj sin agujas, una brújula que giraba sin parar. Cogió esta última y se la tendió.
—¿Sabes para qué sirve una brújula que no señala ningún norte?
—¿Para desesperarse lentamente? —aventuró la discípula.
—O para dejar de buscar siempre en la misma dirección —respondió Prudencio, volviendo a sentarse frente a ella—. A veces, el norte no está donde esperábamos.
Ella se quedó mirándolo en silencio. No era la primera vez que se sentía así: como si hubiera firmado un contrato invisible con la vida, y ahora alguien le estuviera diciendo que no existía tal acuerdo. Había cumplido con lo esperado: estudios, trabajo, relaciones… pero nada era como había imaginado. No era feliz. Ni infeliz. Solo estaba… cansada.
—¿Es tan malo tener expectativas? —preguntó con voz más baja.
—No. Tener expectativas es humano. El problema es cuando confundimos expectativas con garantías —dijo Prudencio—. Tú esperabas que si hacías “lo correcto”, obtendrías “lo justo”. Pero la vida no firma cláusulas.
—Entonces… ¿qué hago? ¿Me vuelvo cínica y dejo de esperar algo?
—Tampoco. El cinismo es una forma de orgullo herido que se disfraza de sabiduría. La clave está en revisar tus expectativas, no en eliminarlas. Ajustarlas al presente, a lo que realmente tienes, a lo que puedes construir… no a lo que imaginaste desde una versión más ingenua de ti misma.
Ella lo miró con gesto de ligera incomodidad.
—Pero eso suena a rendirse…
—¿Rendirse? —repitió Prudencio, inclinándose hacia ella con una media sonrisa—. No. Rendirse es dejar de construir. Lo que yo te propongo es dejar de forzar. Es muy diferente.
Hubo un silencio largo. De esos que no incomodan, pero que sí remueven.
—¿Y si los demás también me decepcionan? ¿Qué hago con eso?
—Dejar de pedirle peras al olmo, querida —dijo él—. Hay quien da lo que tiene. Y hay quien da lo que puede. El error es tuyo si esperas que tu pareja sea terapeuta, tu jefe sea justo, o tu madre entienda por qué necesitas silencio. No porque ellos no puedan mejorar, sino porque esperarlo sin aceptarlos tal como son… te envenena.
—¿Entonces tengo que resignarme?
—No —respondió él con firmeza—. Tienes que dejar de vivir esperando y empezar a actuar decidiendo. Lo que no aceptas, te domina. Lo que aceptas, lo puedes transformar.
Ella bajó la mirada. Sabía que tenía razón. Lo había sentido muchas veces: esa ansiedad que venía cuando la vida no coincidía con el mapa que ella misma había dibujado. El problema no era la vida. Era el mapa.
—Yo pensaba que a los treinta ya estaría tranquila. Con las cosas claras, sin tanta duda. Que tendría una pareja sólida, un trabajo que me llenara, una rutina serena…
—Y en cambio —la interrumpió Prudencio—, tienes dudas, días buenos y días raros, incertidumbre y, sin embargo, aquí estás, buscando entender, crecer, reconciliarte contigo. Suena más a evolución que a fracaso.
Ella rió. Por primera vez desde que entró, rió de verdad.
—A veces siento que estoy atrapada entre lo que soñé y lo que tengo.
—Eso es madurar —dijo Prudencio con suavidad—. Aprender a soltar el guion que imaginamos, para escribir el que realmente podemos vivir.
Se hizo otro silencio. Uno distinto. Más liviano. Como si algo se hubiera aflojado dentro de ella.
—Gracias —susurró—. No es que ahora sepa qué hacer con mi vida… pero al menos ya no creo que esté haciendo todo mal.
—Ese es un gran primer paso —respondió Prudencio, levantándose y tendiéndole la brújula loca—. Llévatela. Para recordar que perderse también puede ser parte del camino.
Ella la cogió con cuidado, como si ese objeto inútil encerrara una verdad importante. Sonrió.
—Y si vuelve a girar sin parar…
—Entonces sabrás que es momento de dejar de mirar fuera, y empezar a mirar dentro —dijo él.
La discípula se fue con paso más ligero. No porque hubiera resuelto todo, sino porque ya no sentía que debía tenerlo todo resuelto.
Y Prudencio, como siempre, volvió a su cuaderno imaginario, donde anotó sin tinta:
«Expectativas: esas promesas que nos hacemos sin haber preguntado a la realidad si piensa cumplirlas.»