LA VERDAD NO SIEMPRE SANA Capítulo 3

LA VERDAD NO SIEMPRE SANA Capítulo 3

Cuando el orgullo se disfraza de honestidad

Carmen siempre se había considerado una mujer sincera. Transparente. “Yo no tengo dobleces”, solía decir. Y lo decía con orgullo. Antonio, por su parte, se describía como un hombre claro, directo, “sin pelos en la lengua”. Ambos compartían una creencia firme: en el amor, como en la vida, lo importante es decir las cosas como son.

—Prefiero una verdad que duela a una mentira piadosa —solía repetir él.

—Y yo prefiero una discusión sincera a una hipocresía disfrazada de sonrisa —añadía ella.

Pero en la consulta, Panacea les propuso una pregunta que nunca se habían formulado:

—¿Estáis seguros de que cada vez que defendéis vuestras “verdades” lo hacéis por amor… o por orgullo?

La pregunta cayó como un relámpago. No había juicio en sus palabras, pero sí una fuerza que los obligó a detenerse.

—A veces —añadió ella—, la sinceridad que duele no es otra cosa que orgullo disfrazado. Una necesidad de tener razón. Y tener razón no es lo mismo que construir una relación.

En su segunda sesión, Carmen y Antonio comenzaron con una anécdota doméstica. Como siempre. Una discusión por cómo se había hecho la compra, por lo que los niños habían comido, por quién había sido más injusto con quién. Nada nuevo. Lo contaban con naturalidad. Hasta que Panacea los interrumpió con una pregunta inesperada:

—¿Cuál de los dos cree que está cuidando más de la relación?

Carmen y Antonio se miraron. Dudaron. Ambos se preparaban para justificarse, pero Panacea los detuvo con un gesto suave.

—No quiero una explicación. Quiero que sintáis lo que la pregunta os provoca. Y lo que responde vuestro cuerpo.

Carmen sintió un nudo en el estómago. Antonio, una presión en el pecho. Se habían pasado años luchando por tener razón, por ser “el que más hace”, “la que más se entrega”. Pero nunca habían pensado en términos de cuidado mutuo.

—Tenéis una idea muy asentada —les explicó Panacea—: que las discusiones son necesarias para aclarar las cosas. Que “las cosas claras y el chocolate espeso” es sinónimo de una relación sana. Pero yo os pregunto: ¿cuánto daño os ha hecho esa creencia?

Ambos callaron.

—No os pido que renunciéis a ser sinceros. Pero sí que reflexionéis sobre el modo en que expresáis vuestra verdad. Si vuestra verdad no está al servicio del vínculo, entonces no es una verdad constructiva. Es una trinchera.

Carmen recordó entonces una frase de su madre: “No es lo que dices, hija, es cómo lo dices.” Nunca le había dado importancia. Pero esa frase resonaba ahora en ella con otra profundidad.

—A veces —confesó—, siento que Antonio me habla como si yo fuera su enemiga. Como si tuviera que desmontarme. No me escucha para entenderme, sino para rebatirme.

—¿Y tú? —preguntó Panacea—. ¿Tú cómo le hablas cuando estás dolida?

Carmen tragó saliva.

—Le lanzo lo que pienso. Así, sin filtro. Como un disparo.

Antonio bajó la cabeza.

—Yo también. Solo que lo hago desde la lógica. Intento desmontarla racionalmente.

—Es decir —concluyó Panacea—, os defendéis. Pero no os comprendéis.

Panacea les explicó que una relación afectiva no es un tribunal. Que el amor no requiere argumentos, sino vínculos. Que la honestidad que se basa en imponerse al otro no es honesta: es autoritaria. Y que, cuando esta dinámica se prolonga en el tiempo, el cuerpo empieza a responder.

—La hipertensión, Antonio, no aparece solo por lo que comes o por tu genética. Aparece cuando tu sistema nervioso está crónicamente activado. Cuando estás en alerta. Cuando tu cerebro interpreta a tu entorno —incluso a tu pareja— como una amenaza constante.
—¿Y en mi caso? —preguntó Carmen.
—Tus migrañas tienen un fuerte componente emocional. Se relacionan con la tensión acumulada, con la frustración no gestionada, con el estrés interno que no encuentra salida. El cuerpo busca liberar presión… y lo hace a través del dolor.

Los dos quedaron en silencio. Esta vez, un silencio diferente: no de resignación, sino de conciencia. Se miraron. No con reproche, sino con una incipiente ternura… esa que casi habían olvidado.

—¿Sabéis cuál es la clave del diálogo verdadero? —preguntó Panacea—. No se trata de convencer al otro. Se trata de cuidar el vínculo mientras nos expresamos. De hablar como quien quiere acercarse, no como quien quiere vencer.

Ese día, Antonio salió de la consulta sin necesidad de tener razón. Carmen, sin ganas de probar que era ella la que más sentía.

Y por primera vez en mucho tiempo, al llegar a casa, no se dijeron nada. Solo se abrazaron. Porque, a veces, el cuerpo necesita que el alma deje de discutir… para empezar a sanar.

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