Por fin he conseguido aclarar las cosas con Jorge. Aprecio su interés por querer compartir su vida conmigo, pero una decisión tan importante como dejar a Vladimiro después de 37 años de matrimonio no la puedo tomar sin antes meditarla.
Jorge ha entendido mi posición y se ha comprometido a darme todo el tiempo necesario para que no me arrepienta de la decisión tomada. Ha sido una conversación que ha revertido el estado anímico en el que me encontraba fruto de nuestro anterior encuentro. Me siento muy aliviada, como si hubiese soltado lastre.
Estoy convencida de que sin las presiones de Jorge voy a conseguir superar el miedo a decidirme en menos tiempo. Como dice Prudencio, el pavor me condiciona y me bloquea porque me induce a pensar que, con independencia de la opción que tome, me va a perjudicar.
Si me decido por Jorge, teniendo yo más edad, existen muchas posibilidades de que me deje por otra más joven cuando se acabe la novedad de la relación. Los expertos dicen que el estado de enamoramiento incondicional suele durar 18 meses. Yo llevo 12, por lo tanto, estamos en el tiempo de descuento.
Si me decido por Jorge, me voy a arrepentir de una decisión basada en una suposición, es más joven y antes o después me dejará y me voy a quedar más sola que la una. Si me decido por Vladimiro, voy a echar de menos la montaña rusa de emociones que experimento con Jorge. ¿A quién escojo?
Habiendo renunciado Jorge a presionarme, confió en que mi cerebro límbico consiga transmitir a mi mente racional que el peligro no está en por quién me decida, sino en no hacerlo. Según una encuesta a miles de personas en sus últimos días de existencia, la enorme mayoría se arrepiente de no haber tomado una decisión en un determinado momento de su vida.
Sincerarme con Jorge me hace sentir estupendamente. Este diálogo ha ayudado a consolidar la relación. Por cierto, después de nuestra conversación, a Jorge lo llamaron por trabajo y no pudimos intimar. Vuelvo a casa y de paso hago algunas compras porque esta noche tenemos invitados y me toca cocinar. Podría también aprovechar para comprar lencería; cuando vuelva a ver a Jorge me encantaría sorprenderlo.
Aquí me tenéis en la cocina de chef, una función que no suelo cubrir porque en mi familia el cocinilla es Vladimiro. Como sé que guisar no es lo mío, no me voy a complicar la vida. Voy a preparar una ensalada de brócoli, pimientos asados (de bote), aguacate y maíz; Lenguado Ménière (me sale riquísimo) y de postre un tiramisú, que está igualmente rico.
Lo sé, ya diréis, pues vaya menú más básico, ya te podrías esmerar algo más. Y también Vladimiro tenía la opción de cambiar la fecha de la cena y prepararla él, que le encanta, en vez de dejarme este marrón a mí, cuando sabe lo poco que me gusta ponerme detrás de los fogones.
La cena está preparada y los huéspedes están al llegar, os los presento. A Marcos y Juana los conozco desde el instituto y a Eduardo y Maite a partir de la Universidad. Prácticamente toda nuestra vida de adultos.
Hemos compartido muchas cosas juntos, desde excursiones y vacaciones, también con nuestros hijos cuando eran pequeños, a jugar al tenis, y Vladimiro y Eduardo fueron incluso socios en algún negocio. En estos años hemos construido una gran amistad.
Creo poder hablar en nombre de todos cuando digo que el lema «todos para uno y uno para todos» se adapta como un guante a nuestra amistad.
La velada fue entrañable, como suele ser habitual. Los huéspedes han apreciado el lenguado y el tiramisú, de la ensalada se han abstenido de hacer comentarios. Ambas parejas trajeron un ribera reserva al que añadimos unas copas en la sobremesa y me he puesto contenta porque aguanto poco el alcohol, con el vino me habría bastado.
Hemos hablado de lo humano y de lo divino y de paso dimos soluciones a los problemas del mundo. Eduardo, que tiene mucha gracia contando chistes, nos ha hecho desternillar de la risa. La velada ha salido a pedir de boca. Era la una de la madrugada cuando nos despedimos, con la promesa por parte de Marcos de organizar la próxima cena.
Al irse nuestros amigos, Vladimiro me sorprendió con el clásico «tenemos que hablar». El corazón se me subió a las amígdalas. Lo primero que pensé fue: ha contratado a un detective y ha descubierto que estoy liada con Jorge. Pero no, esa era una sorpresa demasiado simple.
Sin vaselina me espeta: Juana y yo nos queremos. No ha sido algo buscado. Surgió hace tres años en el puente del Pilar en París. Una de las noches, no conseguía dormir y bajé al bar del hotel a pedirme una copa. Al rato llegó Juana, ella tampoco podía conciliar el sueño.
Estuvimos conversando y bromeando sobre el poco sexo que tienen las parejas consolidas. Nos confesamos que en nuestros respectivos matrimonios no manteníamos relaciones. La charla tomó un camino que jamás hubiéramos imaginado.
Me he quedado ojiplática. Estaba acongojada ante la decisión por decidirme por uno de los dos, y resulta que se me ha adelantado; me lo ha soltado como el que dice: «voy a comprar tabaco». Y llevan tres años juntos sin que haya tenido la menor sospecha.
Después de la sorpresa y un breve aturdimiento, me dio por reír a carcajadas, risa que contagié a Vladimiro. Ningún chiste de Eduardo nos ha hecho desternillarnos tanto. Acabamos abrazándonos, divertidos, aliviados, sorprendidos por el giro que había dado nuestra relación y, por absurdo que pueda parecer, «conectados».
Como os podréis imaginar, la amistad de Vladimiro y mía con Marcos se ha roto. Con Eduardo y Maite se enfrió, pero al cabo de unas semanas entendieron que por rocambolesca que sea nuestra historia, es algo que en una relación de parejas puede acontecer.
Y no os lo vais a creer, hemos programado hacer un crucero por el mediterráneo los seis. Mis padres se tienen que estar revolviendo en la tumba. De mi hermana y mi nuera ni os cuento. Por cierto, que no se me olvide, tengo que llamar a Marta para preguntarle qué tal le va y sorprenderla.